Lecturas
Domingo 20º del Tiempo Ordinario - Ciclo A
Domingo
14 de Agosto del 2011
Oremos
al Padre de todos
para que nuestro corazón, como el suyo,
se
abra a todos.
Oh Padre de todos:
Hace ya muchísimo
tiempo
elegiste al pueblo de Israel
para dar a conocer tu
nombre a todas las naciones.
Tu Hijo Jesucristo dejó claro
que
perdón y plenitud de vida son
el tesoro de todos los que creen en
él.
Haz realmente de tu Iglesia un lugar de encuentro
para
todos los que te buscan a tientas.
Que todos los obstáculos y
barreras se eliminen,
y que las riquezas de todas las naciones y
culturas
revelen los mil rostros del amor que nos muestras
en
Jesucristo nuestro Señor.
Lectura
del libro de Isaías (56,1.6-7):
Así dice el Señor:
«Guardad el derecho, practicad la justicia, que mi salvación está
para llegar, y se va a revelar mi victoria. A los extranjeros
que se han dado al Señor, para servirlo, para amar el nombre del
Señor y ser sus servidores, que guardan el sábado sin profanarlo y
perseveran en mi alianza, los traeré a mi monte santo, los
alegraré en mi casa de oración, aceptaré sobre mi altar sus
holocaustos y sacrificios; porque mi casa es casa de oración, y
así la llamarán todos los pueblos.»
Sal
66,2-3.5.6.8
R/. Oh Dios, que te alaben los
pueblos,
que todos los pueblos te alaben
El Señor
tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre
nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos los
pueblos tu salvación. R/.
Que canten de alegría
las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
riges
los pueblos con rectitud
y gobiernas las naciones de la
tierra. R/.
Oh Dios, que te alaben los
pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Que Dios
nos bendiga;
que le teman hasta los confines del orbe. R/.
Lectura
de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos
(11,13-15.29-32):
Os digo a vosotros, los gentiles:
Mientras sea vuestro apóstol, haré honor a mi ministerio, por ver
si despierto emulación en los de mi raza y salvo a alguno de ellos.
Si su reprobación es reconciliación del mundo, ¿qué será su
reintegración sino un volver de la muerte a la vida? Pues los dones
y la llamada de Dios son irrevocables. Vosotros, en otro tiempo,
erais rebeldes a Dios; pero ahora, al rebelarse ellos, habéis
obtenido misericordia. Así también ellos, que ahora son rebeldes,
con ocasión de la misericordia obtenida por vosotros, alcanzarán
misericordia. Pues Dios nos encerró a todos en la rebeldía para
tener misericordia de todos.

Lectura
del santo evangelio según san Mateo (15,21-28):
En aquel
tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y
Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de
aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mi, Señor,
Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le
respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a
decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les
contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de
Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le
pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está
bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella
repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen
las migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le
respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que
deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.
ORACIÓN - CONTEMPLACIÓN
Esta
semana vamos a orar con textos de otros.
Aquí tienes varios.
Como
siempre déjate llevar por el Espíritu.
Sorpréndote.
Situáte
en el lugar de la cananea, (UNA EXTRANJERA) por ejemplo, o en el
lugar de Jesús.
Párate
en el texto.
Si
ante no has profundizado en él, hazlo ahora y, después gusta la
Palabra y déjate conducir por el Espíritu de Dios.
Si
no tienes nada que conecte contigo ESPERA EN EL SEÑOR, DESCANSA EN
ÉL Y “ÉL TE DARÁ LO QUE PIDE TU CORAZÓN”, como nos dice el
salmista.
¡FELIZ
ENCUENTRO CON EL SEÑOR!
Cuando,
en los años ochenta, Mateo escribe su evangelio, la Iglesia tiene
planteada una grave cuestión: ¿Qué han de hacer los seguidores de
Jesús? ¿Encerrarse en el marco del pueblo judío o abrirse también
a los paganos?
Jesús
sólo había actuado dentro de las fronteras de Israel. Ejecutado
rápidamente por los dirigentes del templo, no había podido hacer
nada más. Sin embargo, rastreando en su vida, los discípulos
recordaron dos cosas muy iluminadoras. Primero, Jesús era capaz de
descubrir entre los paganos una fe más grande que entre sus propios
seguidores. Segundo, Jesús no había reservado su compasión sólo
para los judíos. El Dios de la compasión es de todos.
La
escena es conmovedora. Una mujer sale al encuentro de Jesús. No
pertenece al pueblo elegido. Es pagana. Proviene del maldito pueblo
de los cananeos que tanto había luchado contra Israel. Es una mujer
sola y sin nombre. No tiene esposo ni hermanos que la defiendan. Tal
vez, es madre soltera, viuda, o ha sido abandonada por los suyos.
Mateo
sólo destaca su fe. Es la primera mujer que habla en su evangelio.
Toda su vida se resume en un grito que expresa lo profundo de su
desgracia. Viene detrás de los discípulos «gritando». No
se detiene ante el silencio de Jesús ni ante el malestar de sus
discípulos. La desgracia de su hija, poseída por «un demonio
muy malo», se ha convertido en su propio dolor: «Señor ten
compasión de mí».
En
un momento determinado la mujer alcanza al grupo, detiene a Jesús,
se postra ante él y de rodillas le dice: «Señor socórreme».
No acepta las explicaciones de Jesús dedicado a su quehacer en
Israel. No acepta la exclusión étnica, política, religiosa y de
sexos en que se encuentran tantas mujeres, sufriendo en su soledad y
marginación.
Es
entonces cuando Jesús se manifiesta en toda su humildad y grandeza:
«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas».
La mujer tiene razón. De nada sirven otras explicaciones. Lo primero
es aliviar el sufrimiento. Su petición coincide con la voluntad de
Dios.
¿Qué
hacemos los cristianos de hoy ante los gritos de tantas mujeres
solas, marginadas, maltratadas y olvidadas? ¿Las dejamos de lado
justificando nuestro abandono por exigencias de otros quehaceres?
Jesús no lo hizo.
José
Antonio Pagola
Señor
Dios nuestro, nos hemos reunido hoy, un domingo más,
en
tu nombre, en comunidad de fe, porque creemos en Ti,
aunque
sea pobremente, aunque apenas podamos vislumbrarte,
aunque
te busquemos fuera y en realidad estés en nuestro interior.
Para
empezar esta oración queremos darte las gracias por la Vida,
por
el milagro de nuestra propia existencia,
por
la maravilla de la creación.
Te
llamamos Padre y Madre, con razón, porque eres un Dios bueno.
Gracias
por ser como eres.
Te
agradecemos también que haya tanta buena gente que te imita,
que
continúan tu obra de amor en el mundo, haciéndolo más humano,
que
dan consuelo a los que sufren
y
dedican su vida a ayudar a los demás.
Que
el canto que ahora vamos a entonar
sea
un himno de acción de gracias por tu bondad infinita
y
por la que vemos reflejada en muchos de nuestros hermanos.
Santo,
santo…
De
modo muy especial, queremos darte las gracias, por tu hijo Jesús,
prototipo
de humanidad, paradigma del ser humano,
pero
que al mismo tiempo nos descubre cómo eres, Padre Dios,
con
su manera de ser y en su buen hacer de cada día
Creer
en él, creer en su mensaje, apostar por su liderazgo y seguirle,
nos
genera vida, nos moviliza, nos impulsa a salir de nosotros.
Por
eso Jesús es nuestro pan, porque alimenta nuestro espíritu.
Querríamos
ser conscientes del auténtico sentido de la eucaristía:
que
Jesús, en vida y hasta su muerte, se nos dio por entero,
de
la misma forma que partió el pan y lo repartió entre todos.
Jesús
nos entregó su vida, en un gesto de amor,
pero
sin alardes, con
la misma sencillez
con
que les dio a beber de su propia copa de vino.
El
mismo Jesús, la noche en que iban a entregarlo, cogió un pan,
te
dio gracias, lo partió y dijo:
«Esto
es mi cuerpo, que se entrega por vosotros;
haced
lo mismo en memoria mía».
Después
de cenar, hizo igual con la copa, diciendo:
«Esta
copa es la nueva alianza sellada con mi sangre;
cada
vez que bebáis, haced lo mismo en memoria mía».
Esto
es lo que significa este sacramento del pan y el vino:
que
Jesús nos entregó toda su vida y Tú, Padre
Dios, le
tienes contigo.
No
podemos permitirnos que nuestra eucaristía se quede en puro rito.
Queremos
ser mínimamente consecuentes con nuestra fe y cumplir
con
nuestros compromisos más elementales de seres humanos. .
Si
te llamamos Padre nuestro,
debemos
ser capaces de querer y de ayudar
no
sólo al hermano que está a nuestro lado,
también
a quienes malviven al otro lado de la calle y pasan hambre.
Debemos
tener el coraje de abrirles la puerta de nuestra casa
y
compartir con ellos el pan que sobra en nuestra mesa.
Seremos
pobres de espíritu si no somos generosos y desprendidos,
seremos
infelices si no sabemos disfrutar de las cosas en compañía.
Necesitamos,
Señor, tu pan, el pan de vida,
el
que nos alimenta por dentro,
necesitamos
tu espíritu,
para
comprender nuestro papel en este mundo,
necesitamos
tu fuerza
para
llevar adelante nuestros mejores proyectos.
Bendito
seas, Padre, y bendito sea tu hijo Jesús.
Por
él y con él queremos vivir para siempre bendiciendo tu nombre.
AMÉN.
Rafael
Calvo Beca
Érase un
anciano que, todas las noches, caminaba por las calles
oscuras
de la ciudad con una lámpara de aceite en la mano.
Una
noche se encontró con un amigo que le preguntó: ¿qué haces tú,
siendo ciego, con una lámpara en la mano?
El
ciego le respondió: “Yo no llevo una lámpara para ver. Yo conozco
la oscuridad de las calles de memoria. Llevo la luz para que otros
encuentren su camino cuando me vean a mí”…
¡Qué
hermoso sería si todos ilumináramos los caminos de los demás!
Llevar luz y no oscuridad.
Luz…demos
luz.
De
la historia de Pedro, ciego y náufrago en la tormenta del domingo
pasado a la historia de hoy, de la mujer cananea, invisible y
marginada.
Del
grito de Pedro: “Señor, sálvame” al grito de la mujer
extranjera: “Señor, socórreme”.
De
la respuesta de Jesús a Pedro: “Hombre de poca fe, ¿por qué
vacilaste? a la respuesta de hoy: “Mujer, qué grande es tu fe”.
Y en
medio de la ciega tormenta está Jesús salvando a Pedro náufrago y
en medio de esta mujer y su hija atormentada por un demonio está
Jesús y le dice: “Mujer, que se cumpla tu deseo”.
Y en
medio de nosotros en este domingo está también Jesús que viene a
traernos la luz y la salvación.
¿Cómo
nos sentimos nosotros hoy? ¿Como hijos de Dios, como miembros de la
Iglesia o como perritos que comen las migajas que caen de la mesa?
La
mujer cananea no fue saludada, no le dieron un aplauso de bienvenida
como hacemos nosotros, era gentil, extranjera, y como a un perro
había que despacharla porque con sus ladridos asustaban a todos y
Jesús tampoco le hizo mucho caso.
Pudo
más la fe y la insistencia de la mujer que todos los rechazos.
Pudo
más su perseverancia y atrevimiento que las palabras de los
discípulos y la frialdad de Jesús.
Siempre
puede más la fe que la duda, la insistencia que el cansancio.
En
el corazón de Dios, en la Iglesia de Jesús, cabemos todos. Todos
llamados a ser injertados en el árbol de la vida, a pertenecer y a
heredar el Reino. Todos somos ovejas perdidas de Israel.
La
mujer cananea y su hija atormentada por un demonio son símbolo de
todos nosotros.
Ellas
se alimentaban con las migajas que caían de la mesa de sus patronos.
Pero querían participar de la mesa como hijos, querían sentirse
amados por Jesús, querían gozar de la fiesta que Jesús
traía. Y la fe y la perseverancia abrieron de par en par las puertas
del corazón de Jesús.
Muchos
hermanos nuestros y nosotros también vivimos de las migajas de
la iglesia: una oración rutinaria, una misa más penitencia que
gozo, unos miedos, una vida cristiana tibia y otros un vago recuerdo
de su bautismo…migajas en nuestro plato cristiano.
La
mujer cananea no se contentó con las migajas que caían de la mesa,
quiso el pan entero, el amor entero, la sanación entera, la vida
entera, la pertenencia entera.
¿Por
qué contentarnos con un poco cuando lo podemos tener todo?
¿Por
qué considerarnos extranjeros cuando somos hijos?
¿Por
qué no invitamos a tantos hermanos alejados que comen las migajas de
los celos, del alcohol, de la droga, de la infidelidad a ser miembros
de la Iglesia de Jesús?
Nuestra
responsabilidad no es de apartar a nadie que busca sinceramente al
Señor, los apóstoles aquel día hicieron de espantapájaros, sino
de acercarlos con amor hasta la fuente del perdón y de la salvación.
En
Internet hay una lista de las personas más odiadas del mundo. No le
resultaría difícil poner algunos nombres: Adolfo, Osama, Sadam…
Suscitan
en nosotros emociones demasiado fuertes como para pensar en
ofrecerles nuestro perdón.
¿Guarda
usted una lista de las personas que le han ofendido? Si la tiene el
reto del perdón es más grande, pero la exigencia de perdonar no por
eso es menor.
¿Tiene
Jesús una lista? Él no tiene ninguna lista de personas odiadas. Su
lista es la del amor a todos, incluido usted.
COMULGAR
ES ESTAR DE ACUERDO CONTIGO
|
Cada
vez que me acerco hasta tu altar,
estoy
reforzando mi amistad contigo,
te
capto como alguien vivo y cercano
y
siento tu esperanza y fortaleza en mi interior.
Cada
vez que comulgo, Señor,
me
llenas de entusiasmo y de sentido
y
ya no puedo prescindir de tu misión
de
agrandar mi corazón universal.
Cada
vez que te acepto y te recibo,
renuevas
mis ilusiones fraternas,
porque
me indicas claramente la ruta
de
construir una tierra justa y nueva.
Cada
vez que comulgo contigo,
acepto
tus ideas radicales,
de
preferir a los pobres y marginados
para
gastar mi vida en mejorar la suya.
Cada
vez que entras en mis adentros,
tu
espíritu me anima y me sostiene,
haces
renacer en mí la solidaridad,
un
talante agradecido y sensibilidad.
Cada
vez que me encuentro contigo,
mi
corazón se ensancha y se dinamiza,
me
sacas de todos mis pequeños egoísmos
y
me llenas de tu capacidad de obrar el bien.
Mari
Patxi Ayerra
¡Oh
Redentor y creador mío! Por tu infinita bondad no me abandones.
Misericordia mía infinita, ¡socorre con tu gracia mi debilidad! Te
lo digo Señor mío, con lágrimas en los ojos, para que sientas
compasión de mí. Porque descubro en mí un defecto más particular
que todos los demás. Y es que en algunas ocasiones de desprecio
hacia mí, no llego a superarme como debiera, sobre todo si el
desprecio lo recibo de una persona con la tengo confianza y amistad
estrecha.
D
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