jueves, 9 de diciembre de 2010

DIOS DE ALEGRÍA Y ESPERANZA

Con la Palabra de Dios del  DOMINGO 3º ADVIENTO A

fotografías de la web
Una semana más. 
Una semana menos.
Según mires verás...
Según te reconozcas mirada/o

HOY... 

JESÚS VIENE PRONTO... 
VA VINIENDO. 

En esta semana  vuelvo a presentar textos para preparar la oración.
Después puedes leer la Palabra de Dios,
fijarte en los verbos... en la respuesta de Jesús a Juan Bautista... 
Y hacer silencio... dejarte mirar por Jesús y dejar también que te diga: ¿Qué quieres que haga por ti?  Si te cuesta centrarte, no temas... vuelve a coger el evangelio... hasta que tu corazón esté "afectado" por algo. 
Si no te dice nada... no te vayas... PERMANECE. es importante. Es como decía el Principito: "El tiempo que perdiste con tu rosa es lo que lo hace importante." 
UNA SOLA COSA ES NECESARIA. PERMANECER EN EL AMOR nos va a dar la clave para seguir comprometiéndonos en la tarea... "Los ciegos ven, los cojos andan, a los pobres se les anuncia la Buena Noticia"...

Oración colecta

Oremos para que nuestros hermanos puedan reconocer en nosotros
que nuestro Dios salvador está aquí entre todos.
(Pausa)

Señor, Dios de alegría y esperanza:
Tú quieres venir hoy y estar cerca de nosotros 
por medio de tu Hijo Jesucristo.
Que se perciba de modo palpable y visible 
que él, Jesús, vive entre nosotros
cuando nos sentimos cercanos unos a otros 
y promovemos paz y justicia, 
especialmente entre los más pobres
y entre todos los que sufren. 
Ojalá nuestros hermanos reconozcan de este modo
que Jesús es quien ha de venir 
y así le reciban con alegría.
Te lo pedimos por medio del mismo Jesucristo, nuestro Señor.


María Celeste Crostarosa (siglo XVIII) nos dice HOY:

¿Quieres saber si te amo? Sí, te amo profundamente porque te colmo de mi gracia;
TE AMO CON TERNURA porque socorro tus necesidades y conforto tu miseria en tus debilidades. Diálogos 8 13


Primera lectura
Lectura del libro de Isaías (35,1-6a.10):

El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría. Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios. Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes; decid a los cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará.» Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Volverán los rescatados del Señor, vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán.



Salmo
Sal 145,7.8-9a.9bc-10

R/. Ven, Señor, a salvarnos

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, 
hace justicia a los oprimidos, 
da pan a los hambrientos. 
El Señor liberta a los cautivos. R/. 

El Señor abre los ojos al ciego, 
el Señor endereza a los que ya se doblan, 
el Señor ama a los justos, 
el Señor guarda a los peregrinos. R/. 

Sustenta al huérfano y a la viuda 
y trastorna el camino de los malvados. 
El Señor reina eternamente, 
tu Dios, Sión, de edad en edad. R/.


Segunda lectura

Lectura de la carta del apóstol Santiago (5,7-10):

Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca. No os quejéis, hermanos, unos de otros, para no ser condenados. Mirad que el juez está ya a la puerta. Tomad, hermanos, como ejemplo de sufrimiento y de paciencia a los profetas, que hablaron en nombre del Señor.



Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Mateo (11,2-11):

En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» 
Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!» 
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: "Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti." Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.»






Homilías
 
(A)
 
Ser cristiano no consiste en hablar. Al hombre no se le mide por lo que habla, sino por lo que hace. Hay quienes hablan mucho y no hacen nada. Hay quienes hacen mucho y hablan poco. Vale más un corazón sin palabras que palabras sin corazón.
Hablar es fácil, prometer es fácil. Al naranjo, sin hablar, se le conoce por su madera, sus hojas, sus flores y sus frutos.
Al buen carpintero lo conozco no por lo que dice, sino por sus obras. Igualmente a la buena modista.
Ser cristiano no es saber mucho de la Biblia, saber mucho de Dios, etc. Hay analfabetos que son unos verdaderos santos y hay sabios que son unos verdaderos canallas.
Cuentan que un hombre, ya mayor, casado, se convirtió y se bautizó. Por lo visto, todavía no estaba bautizado.
Un compañero de trabajo, también sin bautizar, un día le preguntó, en tono de burla: «Si te hiciste cristiano, dime quién es Cristo, dónde nació, dónde vivió, dónde murió».
El pobre convertido era analfabeto y no podía responder a tantas preguntas, pero le contestó: «Mira, yo no tengo cabeza para aprender tantas cosas como tú me preguntas. Pero te puedo decir que, antes de bautizarme, yo era un borracho, maltrataba a mi mujer, los hijos me tenían mucho miedo; cuando llegaba a casa borracho, los hijos se echaban a llorar y se escondían. Desde que me convertí, no me he vuelto a emborrachar, no he vuelto a maltratar ni a insultar a mi mujer, y los hijos ya no me tienen miedo, sino que me quieren mucho».
Hermanas y hermanos: al cristiano se le conoce por su conducta, por su comportamiento.
Juan el Bautista estaba en la cárcel porque, cuando mandan los bandidos, los buenos tienen que ir a la cárcel. Desde allí envió a dos discípulos a Jesús para preguntarle si era él el Mesías, es decir, el Salvador que iba a venir al mundo y del que hablaban las páginas de la Biblia. Fue entonces cuando Jesús no les presentó palabras, les presentó obras: daba vista a los ciegos, daba oído a los sordos, hacía caminar a los tullidos, resucitaba a los muertos y todas sus preferencias eran por los pobres. ¡Y cuánto nos cuesta a nosotros darles preferencia a los pobres!
Cristo tuvo, sobre todo, obras en favor de los demás. Pasó por el mundo haciendo el bien.
Ser cristiano no es prometer, ni es protestar, ni es reclamar, aunque tenemos que protestar contra las injusticias y tenemos que reclamar lo que nos pertenece. Ser cristiano es, sobre todo, remediar; es tender una mano hacia aquel que nos necesita.
Cuentan que un hombre vio en la calle a una niña aterida de frío y hambrienta. Este hombre se enfadó con Dios, diciéndole: «¿Por qué permites estas cosas? ¿Por qué no haces nada para remediarlo?».
Durante un rato, Dios guardó silencio. Pero aquella noche aquel hombre oyó una voz que le decía: «Ciertamente he hecho algo. Te he hecho a ti para que socorrieras a la niña» .
Hermanas y hermanos: lo cristiano no es quejarse, sino remediar.
Decía Jesús: «Si no creéis mis palabras, creed a mis obras».
Es que son las obras las que indican si somos cristianos de verdad.
FERNANDO JÁUREGUI
 

Constantes en la esperanza


 
      ¿Vieron realmente los discípulos de Juan lo que Jesús les dice que están pasando? ¿Estaba pasando realmente? ¿Era verdad que los ciegos veían, los inválidos andaban, los leprosos quedaban limpios y los sordos oían? ¿Era verdad entonces que los muertos resucitaban y que a los pobres se les anunciaba el Evangelio? ¿Es verdad ahora? ¿Están ahí esos signos de la venida del Mesías?

      Tenemos muchas preguntas y pocas respuestas. Hoy no tenemos a nadie haciendo milagros por la calle pero con el esfuerzo de todos hemos construido hospitales en los que se ayuda a las personas, se curan muchas enfermedades y se palía el dolor y el sufrimiento de las personas. Hoy tenemos unas cuantas guerras en marcha a lo largo y a lo ancho de este mundo pero también tenemos unas fuerzas militares que con el casco azul de las Naciones Unidas tratan de ser agentes de paz en medio de los conflictos. Hoy hay muchos pobres pero también hay muchas organizaciones que se dedican a tratar de crear las condiciones que hagan posible el desarrollo de los pueblos más pobres, ayudando a la infancia, favoreciendo la educación, creando infraestructuras favoreciendo un comercio justo y defendiendo los derechos humanos. 
 
Ya se ven signos de esperanza
     

 Es verdad que no hay ningún problema que se haya solucionado del todo. La crisis económica actual ha empeorado algunos. Pero hay muchas personas que están más concienciadas que nunca, que apoyan con su tiempo (cientos de miles de voluntarios) y con su dinero todos esos esfuerzos. En ese sentido estamos en el mejor momento de la historia de la humanidad. Sin punto de comparación. 
     
 Esos son los signos que hoy proclaman, para el que lo quiera ver, que Dios sigue actuando en nuestra historia, que Dios no nos ha dejado abandonados. Y eso a pesar de que nosotros no siempre trabajamos por hacer las cosas bien. A veces, como los niños, destrozamos más que construimos. Pero Dios está ahí y lo podemos ver. Esa es nuestra fe. Como decía León Felipe: 

“Señor, yo te amo porque juegas limpio; 
sin trampas –sin milagros–; 
porque dejas que salga, 
paso a paso, 
sin trucos –sin utopías–, 
carta a carta, sin cambiazos, 
tu formidable 
solitario.”

      Lo que pasa en el mundo está ahí. Depende de nosotros si lo queremos ver con ojos de esperanza o si preferimos dejarnos llevar por lo de siempre. Los que salieron a contemplar a Juan, ¿fueron a ver un espectáculo o reconocieron al enviado de Dios que anunciaba la llegada de la gran esperanza, del Mesías? El asunto depende de nosotros. Es parte de nuestra apuesta personal, de nuestra capacidad de arriesgar. Pero si abrimos los ojos, veremos lo que Dios está haciendo en el mundo. 
 
Fuertes y pacientes

      Hay que ser fuertes para vivir en esta tensión. Lo que vemos, lo que experimentamos día a día, no ha llegado todavía a su plenitud. Nada es perfecto. Ni en nuestra vida personal, ni en nuestra familia, ni en la sociedad, ni en la Iglesia. En el mundo hay todavía demasiadas injusticias, demasiados marginados, demasiados excluidos. Los poderosos de cualquier tipo siguen mirando más por sus propios intereses que por los intereses de todos. Todo esto es cierto. Pero el discípulo de Jesús ve ya cómo se está anunciando a los pobres la buena nueva. Ve que los cojos andan y cómo nosotros mismos nos llenamos de una esperanza nueva. 
      Los que vacilan deberían escuchar con atención la palabra de Isaías: “Fortaleced las manos débiles, decid a los cobardes de corazón: ‘Sed fuertes, no temáis’.” Debemos dejar que esa palabra llegue a nuestro corazón para salir a la calle a proclamar la esperanza de que estamos convencidos de que Dios está de nuestra parte, de que no nos dejará de su mano, de que volverán los rescatados del Señor y “pena y aflicción se alejarán.”
      
Es tiempo de saber conjugar la esperanza con la paciencia y la constancia, el trabajo comprometido diario con las manos abiertas –y tantas veces vacías– vueltas al Señor de la historia. Y aguardar, como dice la segunda lectura, como el labrador, pacientemente, el fruto valioso del amor de Dios que se manifiesta hoy en nuestro mundo y que se manifestará algún día en toda su plenitud. Pero para eso no hay que olvidar de trabajar la tierra y dejarla preparada para acoger la semilla del Reino. 
FERNANDO TORRES PÉREZ cmf



MÁS CERCA DE LOS QUE SUFREN

         Encerrado en la fortaleza de Maqueronte, el Bautista vive anhelando la llegada del juicio terrible de Dios que extirpará de raíz el pecado del pueblo. Por eso, las noticias que le llegan hasta su prisión acerca de Jesús lo dejan desconcertado: ¿cuándo va a pasar a la acción? ¿cuándo va a mostrar su fuerza justiciera?
         Antes de ser ejecutado, Juan logra enviar hasta Jesús algunos discípulos para que le responda a la pregunta que lo atormenta por dentro: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro» ¿Es Jesús el verdadero Mesías o hay que esperar a alguien más poderoso y violento?
         Jesús no responde directamente. No se atribuye ningún título mesiánico. El camino para reconocer su verdadera identidad es más vivo y concreto. Decidle a Juan «lo que estáis viendo y oyendo». Para conocer cómo quiere Dios que sea su Enviado, hemos de observar bien cómo actúa Jesús y estar muy atentos a su mensaje. Ninguna confesión abstracta puede sustituir a este conocimiento concreto.
         Toda la actuación de Jesús está orientada a curar y liberar, no a juzgar ni condenar. Primero, le han de comunicar a Juan lo que ven: Jesús vive volcado hacia los que sufren, dedicado a liberarlos de lo que les impide vivir de manera sana, digna y dichosa. Este Mesías anuncia la salvación curando.
         Luego, le han de decir lo que oyen a Jesús: un mensaje de esperanza dirigido precisamente a aquellos campesinos empobrecidos, víctimas de toda clase de abusos e injusticias. Este Mesías anuncia la Buena Noticia de Dios a los pobres.
         Si alguien nos pregunta si somos seguidores del Mesías Jesús o han de esperar a otros, ¿qué obras les podemos mostrar? ¿qué mensaje nos pueden escuchar? No tenemos que pensar mucho para saber cuáles son los dos rasgos que no han de faltar en una comunidad de Jesús.
         Primero, ir caminando hacia una comunidad curadora: un poco más cercana a los que sufren, más atenta a los enfermos más solos y desasistidos, más acogedora de los que necesitan ser escuchados y consolados, más presente en las desgracias de la gente.
         Segundo, no construir la comunidad de espaldas a los pobres: al contrario, conocer más de cerca sus problemas, atender sus necesidades, defender sus derechos, no dejarlos desamparados. Son ellos los primeros que han de escuchar y sentir la Buena Noticia de Dios.
         Una comunidad de Jesús no es sólo un lugar de iniciación a la fe ni un espacio de celebración. Ha de ser, de muchas maneras, fuente de vida más sana, lugar de acogida y casa para quien necesita hogar.



IDENTIDAD DE CRISTO

Hasta la prisión de Maqueronte donde está encerrado por Antipas, le llegan al Bautista noticias de Jesús. Lo que oye lo deja desconcertado. No responde a sus expectativas. El espera un Mesías que se imponga con la fuerza terrible del juicio de Dios, salvando a quienes han acogido su bautismo y condenando a quienes lo han rechazado. ¿Quién es Jesús?

Para salir de dudas, el Bautista encarga a dos discípulos que pregunten a Jesús sobre su verdadera identidad: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». La pregunta era decisiva en los primeros momentos del cristianismo.

La respuesta de Jesús no es teórica, sino muy concreta y precisa: comunicarle a Juan «lo que estáis viendo y oyendo». Le preguntan por su identidad, y Jesús les responde con su actuación curadora al servicio de los enfermos, los pobres y desgraciados que encuentra por las aldeas de Galilea, sin recursos ni esperanza para una vida mejor: «los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia».

Para conocer a Jesús, lo mejor es ver a quiénes se acerca y a qué se dedica. Para captar bien su identidad, no basta confesar teóricamente que es el Mesías, Hijo de Dios. Es necesario sintonizar con su modo de ser Mesías, que no es otro sino aliviar el sufrimiento, curar la vida y abrir un horizonte de esperanza a los pobres.

Jesús sabe que su respuesta puede decepcionar a quienes sueñan con un Mesías poderoso, juez y condenador de los humanos. Por eso añade: «Dichoso el que no se sienta defraudado por mí». Que nadie espere otro Mesías que realice otro tipo de «obras»; que nadie invente otro Cristo más a su gusto, pues el Hijo ha sido enviado para hacer la vida más digna y dichosa para todos hasta alcanzar su plenitud en la fiesta final del Padre.

¿A qué Mesías seguimos hoy los cristianos? ¿Nos dedicamos a hacer «las obras» que hacía Jesús? Y si no las hacemos, ¿qué estamos haciendo en medio del mundo? ¿Qué está «viendo y oyendo» la gente en la Iglesia de Jesús? ¿Qué ve en nuestras vidas? ¿Qué oye en nuestras palabras?

EL NUEVO COMIENZO

Juan no pretende hundir al pueblo en la desesperación. Al contrario, se siente llamado a invitar a todos a marchar al desierto para vivir una conversión radical, ser purificados en las aguas del Jordán y, una vez recibido el perdón, poder ingresar de nuevo en la tierra prometida para acoger la inminente llegada de Dios.

Dando ejemplo a todos, fue el primero en marchar al desierto. Deja su pequeña aldea y se dirige hacia una región deshabitada de la cuenca oriental del Jordán.

El lugar queda en la región de Perea, a las puertas de la tierra prometida, pero fuera de ella.
Al parecer, Juan había escogido cuidadosamente el lugar. Por una parte, se encontraba junto al río Jordán, donde había agua abundante para realizar el rito del «bautismo». Por lo demás, por aquella zona pasaba una importante vía comercial que iba desde Jerusalén a las regiones situadas al este del Jordán y por donde transitaba mucha gente a la que Juan podía gritar su mensaje. Hay, sin embargo, otra razón más profunda. El Bautista podía haber encontrado agua más abundante a orillas del lago de Genesaret. Se podía haber puesto en contacto con más gente en la ciudad de Jericó o en la misma Jerusalén, donde había pequeños estanques o miqwaot, tanto públicos como privados, para re alizar cómodamente el rito bautismal. Pero el «desierto» escogido se encontraba frente a Jericó, en el lugar preciso en que, según la tradición, el pueblo conducido por Josué había cruzado el río Jordán para entrar en la tierra prometida . La elección era intencionada.


Juan comienza a vivir allí como un «hombre del desierto». Lleva como vestido un manto de pelo de camello con un cinturón de cuero y se alimenta de langostas y miel silvestre . Esta forma elemental de vestir y alimentarse no se debe solo a su deseo de vivir una vida ascética y penitente. Apunta, más bien, al estilo de vida de un hombre que habita en el desierto y se alimenta de los productos espontáneos de una tierra no cultivada. Juan quiere recordar al pueblo la vida de Israel en el desierto, antes de su ingreso en la tierra que les iba a dar Dios en heredad.

Juan coloca de nuevo al pueblo «en el desierto». A las puertas de la tierra prometida, pero fuera de ella. La nueva liberación de Israel se tiene que iniciar allí donde había comenzado. El Bautista llama a la gente a situarse simbólicamente en el punto de partida, antes de cruzar el río. Lo mismo que la «primera generación del desierto», también ahora el pueblo ha de escuchar a Dios, purificarse en las aguas del Jordán y entrar renovado en el país de la paz y la salvación.

En este escenario evocador, Juan aparece como el profeta que llama a la conversión y ofrece el bautismo para el perdón de los pecados. Los evangelistas recurren a dos textos de la tradición bíblica para presentar su figura. Juan es la «voz que grita en el desierto: "Preparad el camino al Señor, allanad sus senderos"». Esta es su tarea: ayudar al pueblo a prepararle el camino a Dios, que ya llega. Dicho de otra manera, es «el mensajero» que de nuevo guía a Israel por el desierto y lo vuelve a introducir en la tierra prometida.

EL BAUTISMO DE JUAN

Cuando llega Juan a la región desértica del Jordán, están muy difundidos por todo el Oriente los baños sagrados y las purificaciones con agua. Muchos pueblos han atribuido al agua un significado simbólico de carácter sagrado, pues el agua lava, purifica, refresca y da vida. También el pueblo judío acudía a las abluciones y los baños para obtener la purificación ante Dios. Era uno de los medios más expresivos de renovación religiosa. Cuando más hundidos se encontraban en su pecado y su desgracia, más añoraban una purificación que los limpiara de toda maldad. Todavía se recordaba la conmovedora promesa hecha por Dios al profeta Ezequiel, hacia el año 587 a. C: «Os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y basuras yo os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo».
El deseo de purificación generó entre los judíos del siglo I una difusión sorprendente de la práctica de ritos purificatorios y la aparición de diversos movimientos bautistas. La conciencia de vivir alejados de Dios, la necesidad de conversión y la esperanza de salvarse en el «día final» llevaba a no pocos a buscar su purificación en el desierto. No era Juan el único. A menos de veinte kilómetros del lugar en que él bautizaba se levantaba el «monasterio» de Qumrán, donde una numerosa comunidad de «monjes» vestidos de blanco y obsesionados por la pureza ritual practicaban a lo largo del día baños y ritos de purificación en pequeñas piscinas dispuestas especialmente para ello.

La atracción del desierto como lugar de conversión y purificación debió de ser muy intensa. Flavio Josefo nos informa de que «un tal Banus, que vivía en el desierto, llevaba un vestido hecho de hojas, comía alimentos silvestres y se lavaba varias veces de día y de noche con agua fría para purificarse».

Sin embargo, el bautismo de Juan y, sobre todo, su significado eran absolutamente nuevos y originales. No es un rito practicado de cualquier manera. Para empezar, no lo realiza en estanques o piscinas, como se hace en el «monasterio» de Qumrán o en los alrededores del templo, sino en plena corriente del río Jordán. No es algo casual. Juan quiere purificar al pueblo de la impureza radical causada por su maldad y sabe que, cuando se trata de impurezas muy graves y contaminantes, la tradición judía exige emplear no agua estancada o «agua muerta», sino «agua viva», un agua que fluye y corre.

A quienes aceptan su bautismo, Juan los sumerge en las aguas del Jordán. Su bautismo es un baño completo del cuerpo, no una aspersión con agua ni un lavado parcial de las manos o los pies, como se acostumbraba en otras prácticas purificatorias de la época. Su nuevo bautismo apunta a una purificación total. Por eso mismo se realiza solo una vez, como un comienzo nuevo de la vida, y no como las inmersiones que practican los «monjes» de Qumrán varias veces al día para recuperar la pureza ritual perdida a lo largo de la jornada.

Hay algo todavía más original. Hasta la aparición de Juan no existía entre los judíos la costumbre de bautizar a otros. Se conocía gran número de ritos de purificación e inmersiones, pero los que buscaban purificarse siempre se lavaban a sí mismos. Juan es el primero en atribuirse la autoridad de bautizar a otros. Por eso precisamente lo empezaron a llamar el «bautizador» o «sumergidor». Esto le da a su bautismo un carácter singular. Por una parte, crea un vínculo estrecho entre los bautizados y Juan.

Las abluciones que se practicaban entre los judíos eran cosa de cada uno, ritos privados que se repetían siempre que se consideraba necesario. El bautismo del Jordán es diferente. La gente habla del «bautismo de Juan». Ser sumergidos por el Bautista en las aguas vivas del Jordán significa acoger su llamada e incorporarse a la renovación de Israel. Por otra parte, al ser realizado por Juan y no por cada uno, el bautismo aparece como un don de Dios. Es Dios mismo el que concede la purificación a Israel. Juan solo es su mediador.

El bautismo de Juan se convierte así en signo y compromiso de una conversión radical a Dios. El gesto expresa solemnemente el abandono del pecado en que está sumido el pueblo y la vuelta a la Alianza con Dios. Esta conversión ha de producirse en lo más profundo de la persona, pero ha de traducirse en un comportamiento digno de un pueblo fiel a Dios: el Bautista pide «frutos dignos de conversión». Esta «conversión» es absolutamente necesaria y ningún rito religioso puede sustituirla, ni siquiera el bautismo.

Sin embargo, este mismo rito crea el clima apropiado para despertar el deseo de una conversión radical. Hombres y mujeres, pertenecientes o no a la categoría de «pecadores», considerados puros o impuros, son bautizados por Juan en el río Jordán mientras confiesan en voz alta sus pecados. No es un bautismo colectivo, sino individual: cada uno asume su propia responsabilidad. Sin embargo, la confesión de los pecados no se limita al ámbito del comportamiento individual, sino que incluye también los pecados de todo Israel. Probablemente se asemejaba a la confesión pública de los pecados que hacía todo el pueblo cuando se reunía para la fiesta de la Expiación.

El «bautismo de Juan» es mucho más que un signo de conversión. Incluye el perdón de Dios. No basta el arrepentimiento para hacer desaparecer los pecados acumulados por Israel y para crear el pueblo renovado en el que piensa Juan. El proclama un bautismo de conversión «para el perdón de los pecados» . Este perdón concedido por Dios en la última hora a aquel pueblo completamente perdido es probablemente lo que más conmueve a muchos. A los sacerdotes de Jerusalén, por el contrario, los escandaliza: el Bautista está actuando al margen del templo, despreciando el único lugar donde es posible recibir el perdón de Dios. La pretensión de Juan es inaudita: ¡Dios ofrece su perdón al pueblo, pero lejos de aquel templo corrompido de Jerusalén!

Cuando se acercó al Jordán, Jesús se encontró con un espectáculo conmovedor: gentes venidas de todas partes se hacían bautizar por Juan, confesando sus pecados e invocando el perdón de Dios. No había entre aquella muchedumbre sacerdotes del templo ni escribas de Jerusalén. La mayoría era gente de las aldeas; también se ven entre ellos prostitutas, recaudadores y personas de conducta sospechosa. Se respira una actitud de «conversión». La purificación en las aguas vivas del Jordán significa el paso del desierto a la .tierra que Dios les ofrece de nuevo para disfrutarla de manera más digna y justa. Allí se está formando el nuevo pueblo de la Alianza.

Juan no está pensando en una comunidad «cerrada», como la de Qumrán; su bautismo no es un rito de iniciación para formar un grupo de elegidos. Juan lo ofrece a todos. En el Jordán se está iniciando la «restauración» de Israel. Los bautizados vuelven a sus casas para vivir de manera nueva, como miembros de un pueblo renovado, preparado para acoger la llegada ya inminente de Dios.


LAS EXPECTATIVAS DEL BAUTISTA

Juan no se consideró nunca el Mesías de los últimos tiempos. Él solo era el que iniciaba la preparación. Su visión era fascinante. Juan pensaba en un proceso dinámico con dos etapas bien diferenciadas. El primer momento sería el de la preparación. Su protagonista es el Bautista, y tendrá como escenario el desierto. Esta preparación gira en torno al bautismo en el Jordán: es el gran signo que expresa la conversión a Dios y la acogida de su perdón. Vendría enseguida una segunda etapa que tendría lugar ya dentro de la tierra prometida. No estará protagonizada por el Bautista, sino por una figura misteriosa que Juan designa como «el más fuerte». Al bautismo de agua le sucederá un «bautismo de fuego» que transformará al pueblo de forma definitiva y lo conducirá a una vida plena.

¿Quién va a venir exactamente después del Bautista? Juan no habla con claridad. Sin duda es el personaje central de los últimos tiempos, pero Juan no lo llama Mesías ni le da título alguno. Solo dice que es «el que ha de venir», el que es «más fuerte» que él.


¿Está pensando en Dios? En la tradición bíblica es muy corriente llamar a Dios «el fuerte»; además, Dios es el Juez de Israel, el único que puede juzgar a su pueblo o infundir su Espíritu sobre él. Sin embargo, resulta extraño oírle decir que Dios es «más fuerte» que él o que no es digno de «desatar sus correas». Probablemente Juan esperaba a un personaje aún por llegar, mediante el cual Dios realizaría su último designio. No tenía una idea clara de quién habría de ser, pero lo esperaba como el mediador definitivo. No vendrá ya a «preparar» el camino a Dios, como Juan. Llegará para hacer realidad su juicio y su salvación. Él llevará a su desenlace el proceso iniciado por el Bautista, conduciendo a todos al destino elegido por unos y otros con su reacción ante el bautismo de Juan: el juicio o la restauración.
Es difícil saber con precisión cómo imaginaba el Bautista lo que iba a suceder. Lo primero en esta etapa definitiva sería, sin duda, un gran juicio purificador, el tiempo de un «bautismo de fuego», que purificaría definitivamente al pueblo eliminando la maldad e implantando la justicia. El Bautista veía cómo se iban definiendo dos grandes grupos: los que, como Antipas y sus cortesanos, no escuchaban la llamada al arrepentimiento y los que, llegados de todas partes, habían recibido el bautismo iniciando una vida nueva. El «fuego» de Dios juzgaría definitivamente a su pueblo.
Juan utiliza imágenes agrícolas muy propias de un hombre de origen rural. Imágenes violentas que sin duda impactaban a los campesinos que lo escuchaban. Veía a Israel como la plantación de Dios que necesita una limpieza radical. Llega el momento de eliminar todo el boscaje inútil, talando y quemando los árboles que no dan frutos buenos. Solo permanecerán vivos y en pie los árboles fructuosos: la auténtica plantación de Dios, el verdadero Israel. Juan se vale también de otra imagen. Israel es como la era de un pueblo donde hay de todo: grano, polvo y paja. Se necesita una limpieza a fondo para separar el grano y almacenarlo en el granero, y para recoger la paja y quemarla en el fuego. Con su juicio, Dios eliminará todo lo inservible y recogerá limpia su cosecha.
El gran juicio purificador desembocará en una situación nueva de paz y de vida plena. Para ello no basta el «bautismo del fuego». Juan espera además un «bautismo con espíritu santo». Israel experimentará la fuerza transformadora de Dios, la efusión vivificante de su Espíritu. El pueblo conocerá por fin una vida digna y justa en una tierra transformada. Vivirán una Alianza nueva con su Dios.
12 de diciembre de 2010 / 3 Adviento (A) / Mateo 11,2-11
José Antonio Pagola



 (B)
 
El tiempo corre. Ya están cerca las fiestas navideñas. Respiramos “final”, “despedidas”, “reuniones”... que anticipan todo. La Navidad es tan familiar que no hay sitio ni tiempo para los que vivimos y trabajamos juntos todos los días. Tenemos que adelantar las celebraciones y casi ni días hay para “llegar a todos”.
Al reflexionar sobre el evangelio de hoy me ha venido a la mente esta expresión: todo al revés. Te adentras en Dios y descubres que Dios te da la vuelta a todo. Dios pone a los últimos en primera fila; a los que no valen para “modelos” los elige para realizar en ellos obras grandes. Dios se fija en todos los que los criterios del mundo desprecia.
Me encanta ver dudar y hacerse preguntas al profeta más grande. Juan Bautista. Me da mucha tranquilidad saber que él se planteó la pregunta ¿Será o no será el Mesías? Me han asustado más de una vez esas personas que lo tienen todo muy claro, esas personas que hablan muy bien de Dios y dicen cosas preciosas, pero después, cuando te detienes a ver su vida, te empiezas a preguntar: dicen una cosa, pero su vida no está todavía al revés, siguen buscando los puestos, siguen pidiendo que se les llame de manera diferente, siguen bien pegados a los que son ricos y tienen algo que dar, siguen mandando a distancia, siguen los mismos criterios que el mundo (aunque de forma un poco disimulada), siguen... sin que lo de Jesús les haya puesto al revés.

Y de este profeta que duda, de este profeta que está encarcelado por decir la verdad, de este profeta que ha honrado su alma en el silencio del desierto, de este profeta que ha dicho que él no es nada, ni digno de desatar las sandalias del Mesías, de este profeta buscador insaciable de la verdad, no de los primeros puestos, de este profeta que se llama Juan, el Mesías hace un gran elogio: es más que profeta. Y lo dice en el momento de duda del profeta, o mejor, en el momento de búsqueda de la verdad. Dudar y buscar es lo que hace grande a este pregonero del desierto. ¿Cómo se va a buscar si no se duda? ¿Cómo se va avanzar si ya crees haber llegado? Los grandes del mundo le han quitado todo y le quitarán la vida. Pero no le arrebatarán ni su palabra ni su mirada para descubrir a los ciegos que ven y a los que eran cojos recorriendo caminos impensados.
Todo lo de Dios es siempre al revés. Es mucho el cambio que se nos pide para ponernos en la buena dirección. El cimiento de nuestra vida no pueden ser los que los grandes de la tierra buscan. Ésa no es una buena base.
Me quedo en silencio ante la contestación que Jesús da a los discípulos de Juan: decid a Juan lo que oís y lo que veis: los cojos andan, los ciegos ven... ¿Dónde están los que ven y los que andan? ¿Dónde están los que tienen ganas de Dios y le buscan y tienen sed y hambre de Él? ¿Dónde están los pobres recibiendo la Buena Noticia? ¿Dónde? Confieso que me lleno de un cierto pesimismo y que mis ojos no son los ojos del profeta y, menos aún, los del Mesías... Mis ojos ven más lo que se ve. Mis ojos ven hoy mucho desinterés por Dios y por lo de Dios...
Estaba pensando todo esto y de pronto me viene a la imaginación el último cursillo de catequistas... Después de hablar con una catequista anciana, no pude por menos de expresar: Dios está aquí. Dios está con ella. En esta anciana Dios se palpa, Dios humilla mi sabiduría. No pasó por la universidad ni fue al extranjero a formarse. No salió prácticamente de su pueblo. Tuvo un sacerdote santo que le dio ilusión y fortaleció sus piernas vacilantes.
 Todo lo de Dios es al revés.
Y tú, ¿qué dices de todo esto?
Te dejo para que te digas algo. O para que mires dónde hay cojos que andan y ciegos que ven. Haberlos, los hay.
Ponte al revés.
Juan JÁUREGUI
 
(C)
 
Muchos hombres y mujeres viven con la oscura convicción de que Dios es una presencia opresiva y dañosa para el hombre. Pensar en él, les crea malestar. Están convencidos de que Dios no deja ser ni disfrutar. Y, naturalmente, han terminado por prescindir de él.
Son personas que, tal vez, durante años han acudido a misa domingo tras domingo, pero nunca “han celebrado la eucaristía” ni la vida. No han dado gracias a Dios por la existencia ni se han sentido alimentados interiormente.

Son hombres y mujeres que, quizás, se han confesado de sus pecados durante años, pero no han experimentado el gozo, la fuerza renovadora y la liberación que nace en la persona cuando se sabe perdonada en las mismas raíces de su ser. Les parecía un castigo horroroso acercarse a recibir el don que más debería apreciar el hombre.

La moral cristiana siempre les ha parecido una carga insoportable y un fastidio. La mejor manera de hacer la vida de las personas más dura, pesada y molesta de lo que ya es en realidad. Una imposición más o menos represiva. Nunca una liberación y crecimiento personal.

Su relación con Dios ha estado impregnada de un temor oscuro e inevitable. ¿Cómo acercarse gozosamente a Alguien que nos presiona con castigos infinitos e inexplicables?

Estas personas necesitan escuchar hoy una noticia importante. La mejor noticia que puedan escuchar si saben realmente entender lo que significa. Ese Dios al que tanto temen, NO EXISTE.

Sería monstruoso pensar en un Dios que se acerca a los hombres precisamente para agravar nuestra situación e impedir nuestra felicidad.

Dios no es carga, sino mano tendida. No es represión, sino expansión de nuestra verdadera libertad. Dios es ayuda, alivio, fuerza interior, luz.

Y todo lo que impida ver la religión como gracia, apoyo al hombre, alegría de vivir, alivio ante la dura tarea de la existencia, constituye sencillamente una deformación, una grave perversión o un inmenso malentendido, aunque lo hagamos con la mejor intención.
Cuando Jesús, encarnación del mismo Dios, se presenta al Bautista, viene a anunciarse como alguien que ayuda a ver, que ofrece apoyo para caminar, que limpia nuestra existencia, nos hace oír un mensaje nuevo, pone una buena noticia en nuestras vidas. “Dichoso el que no se siente defraudado por mí”.

Dentro y fuera de la Iglesia, para practicantes y alejados, para creyentes y para quienes dudan, Dios siempre es el mismo: perdón sin límite, comprensión en la debilidad, consuelo en la mediocridad, esperanza en la oscuridad, amistad en la soledad. JUAN JÁUREGUI
 
(D)
 
El Evangelio de este tercer domingo de Adviento puede resultarnos un tanto extraño y como fuera de contexto. Y sin embargo, yo lo vería como algo previo a la entrada de Jesús en nuestra historia. Porque en realidad aquí nos topamos con dos realidades:
 
La última tentación de Juan
No es fácil saber qué idea pudo tener Juan sobre Jesús.
Su predicación era anuncio del que ya estaba viniendo. Posiblemente él seguía con su mentalidad del Antiguo Testamento, pero en el fondo, sentía que la primavera estaba a punto de estallar. Se vio a sí mismo:
                como el que va por delante preparando caminos,
                como el que no es pro anuncia al que es,
                como el que sabe que las cosas tienen que cambiar..
                Sabe que su vida solo tiene sentido desde el que ya está pero a quien nadie conoce todavía. Y su vida entera fue una entrega a la causa del que está viniendo.
Pero ahora Juan está en la oscuridad de la cárcel.
¿Y dónde está El?
¿Qué está haciendo Jesús por él?
¿Dejarle que se pudra en la penumbra de un calabozo?
 
Sus discípulos le traen noticias de los comportamientos de Jesús. Pero Jesús no se deja ver por allí. Y las noticias que le cuentan no parecen coincidir del todo con la novedad que él esperaba.  Y comienzan las dudas.
                ¿Habré estado yo equivocado?
                ¿Será realmente Jesús el Mesías que él anunciaba?
                ¿Será realmente Jesús el verdadero Mesías?
                Yo lo he dado todo por él, pero él ni se acerca ni mueve un dedo por mi.
 
Es la última tentación de Juan. Es la tentación de todo creyente cuando siente que Dios no responde a la idea que nosotros nos habíamos hecho de él. O cuando Dios pareciera desentenderse de nosotros y nos deja solos y abandonados en la humedad y la oscuridad de la cárcel de nuestros problemas. O cuando no lo vemos y sentimos que tampoco nos escucha, ni nos hace caso.
JUAN JÁUREGUI 

El carné de identidad

Es entonces que Juan envía a sus discípulos a reclamarle a Jesús su identidad.  “¿Eres realmente tú el que ha de venir o tenemos que seguir esperando a otro?” “¿Eres tú el que yo anuncié como el Mesías prometido o realmente me equivoqué de persona y tendremos que seguir esperando?”
Juan estaba seguro de lo que proclamaba y anunciaba.
Juan estaba seguro de la mesianidad de Jesús.
Pero ahora que le cuentan lo que hace, comienza a entrar en dudas.
 
Y Jesús más que darles respuestas claras del sí o del no, sencillamente les presenta su carné de identidad. “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo: los ciegos ven, los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la buena noticia. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!”
 
El carné de identidad de Jesús no son sus palabras, sino las actitudes y los hechos de vida. Su carné de identidad son los ciegos, los cojos, los leprosos, los sordos, los muertos y los pobres. Es el mismo carné que firmó Isaías en el capítulo 35,1-6.
 
Cuando uno viaja a otro país, tiene que pasar necesariamente primero por la Policía. Allí tiene que presentar su Pasaporte o su Carné de identidad. Solo entonces le permiten pasar. De lo contrario ni puede pasar ni entrar, ni siquiera a recoger sus maletas. Tiene que identificarse.
 
A Jesús, Juan le pide que se identifique. Y Jesús enseña su Carné de identidad: “se anuncia el Evangelio a los pobres”. Esa es su verdadera seña de identificación.
 
A Dios le pedimos que se identifique. Que nos muestre su Carné o Pasaporte de identificación. Para muchos resultan documentos poco válidos. Exigen documentos que respondan mejor a nuestras exigencias. “Anunciar el Evangelio a los pobres”, no es hoy un Pasaporte con demasiados éxitos de circulación por la vida.
 
También al cristiano y a la Iglesia se le pide hoy su “Carné de identidad”.

¿Podremos decir que nuestra predicación hoy es “buena noticia”, es “Evangelio para los pobres”, para los que sufren, para los marginados, para los que no tienen voz, para los que socialmente no son?
 
Cuando llegó por primera vez a Belén, llegó de noche. La policía ya dormía y nadie le pidió documentación. Sin embargo, los documentos de Jesús estaban claros: un establo, unos animales, unos pastores. Jesús entró a nuestro país que es el mundo, con el “carné de Evangelio de los pobres”.

Nosotros ¿no tendremos caducado nuestro Carné de identidad? ¿No tendremos que renovarlo para que se nos reconozca como seguidores de Jesús?.
 JUAN JÁUREGUI


ORACION DE ACCION DE GRACIAS

Te glorificamos, Cristo Redentor,

porque eres nuestra única esperanza y salvación en este bajo mundo. 
¿A quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna.

Somos dichosos porque no nos sentimos defraudados por ti.
Haznos, Señor, creyentes invulnerables al desencanto:

 de fe robusta, esperanza alegre y caridad ardiente,
 siempre en camino, que no se duermen ni se venden,
 ardiendo como lámpara inagotable al servicio de la vida,
 del amor, de los derechos humanos y de los pobres,
 con la vista fija en el reino de Dios que apunta en Adviento
 como fermento de conversión personal y cambio estructural.
 Amén.